Violencia y economía sexual

En torno a Inmaculada de Juan García Ponce

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A finales de la década de los cincuenta, el economista Gary S. Becker puso de moda el estudio económico del comportamiento humano en las sociedades modernas. Él y sus seguidores, lograron aplicar sus metodologías no nada más al análisis del mercado de bienes materiales y servicios, sino a aspectos de la vida personal e incluso intima de las personas, tales como salud, relaciones interpersonales, placer, deseo, sexualidad, fe, etc. De esta manera, la Economía, como ciencia, o al menos como disciplina, estaba proponiendo una nueva forma de estudiar íntimamente al ser humano, a lado de la antropología, la psicología, la filosofía y las ciencias biomédicas (Becker, 1976 : 3-14).

El comportamiento humano en relación con el sexo, el matrimonio, el divorcio, la religión, la amistad, el afecto, etc., se convirtió desde entonces en un campo de estudio económico. Conceptos tales como bienes, precio, mercado, mercancía, etc., se aplicaron al estudio de todos los ámbitos de la vida del hombre : « For economists, goods are just things we want to obtain. They can be resources like oils, manufacturers like cars, or intangibles such as esteem of ones’s colleagues, peaceful relations between countries, or a quiet evening at home » (Tomasi y Ierulli, 1995 : 1).

No me interesa detenerme detalladamente en estos estudios, ni en sus criticas, ni en la evolución de la llamada « Rational Choice Theory » 2 y el paradigma de la racionalidad puramente instrumental. Sólo quiero destacar que si el análisis económico ha podido ser un recurso para la comprensión del ser humano moderno en su más profunda intimidad, y que si todas las áreas de interacción humana pueden ser estudiadas como fenómenos de mercado, es porque la norma de conducta y de racionalidad de dicho ser humano es económica. Entiéndase bien que mi sujeto es la norma y no el ser humano, que puede ser refractario a esta racionalidad, según veremos más abajo.

Lo que nos dice la norma es que hacer un viaje, casarse con una persona, participar en un coloquio, tener una relación sexual, son actividades calculadas que suponen un interés, implícito o explícito, que las trasciende y que las determina. Las determina incluso desde su concepción : forman parte de un repertorio de posibilidades de experiencias trascendidas por su utilidad, en virtud de la cual se articulan y son evaluadas. En este sentido quisiera que se entendiera el término « economía » en adelante.

Esta economía, según los autores citados, puede estar sustentada en bienes tan abstractos como los significados de las acciones realizadas, en virtud de los cuales las llevamos a cabo. Es decir, nos ocupamos menos de vivir una experiencia que de su significado y sus connotaciones, según las convenciones de la cultura en la que se inscriben. Por ejemplo, en el caso de la sexualidad, que es el tipo de experiencia del que nos ocuparemos en las siguientes páginas, la ideologización de las relaciones de pareja, estaría determinando culturalmente esta economía. Dicotomías como masculino-femenino, machismo-feminismo, homosexual-heterosexual, entre otras, han convertido la experiencia sexual, por ejemplo, en un campo de correlación de fuerzas. No digo que antes del establecimiento de estas dicotomías la experiencia fuera mejor ni peor : me limito a analizar el problema como un fenómeno económico. Mi campo de estudio, sin embargo, no es la sociedad contemporánea sino la novela moderna. En este sentido, la representación de dicha sociedad en la novela es la que me interesa. Voy a empezar por dar un ejemplo de esta economía, a partir de la novela De ánima del escritor mexicano Juan García Ponce.

Veamos las cuatro frases siguientes, pertenecientes al diario de la protagonista : 1) « Somos nosotras, las mujeres, las que queremos comprobar el deseo que los hombres pretenden mantener oculto o que su ingenuidad con respecte a nosotras mismas los obliga a disimular » (García Ponce, 1995b : 23). 2) « Gilberto demostró [durante un encuentro erótico] que sabe verme como lo que yo quiero ser » (García Ponce, 1995b : 25). 3) « Fingí tres orgasmos sin llegar a tener ninguno » (Juan García Ponce, 1995b : 18). 4) « [esto] no significa que [yo] no sea capaz de ceder a cualquiera de tus caprichos siempre y cuando me sirvan para conservarte mientras me interese conservarte » (García Ponce, 1995b : 94).

En cualquiera de estos casos, valdría preguntarse ¿Dónde ha quedado la experiencia ? La mujer está preocupada, como vemos, exclusivamente por esta dimensión utilitaria de su relación sexual. La primera cita rebela una detención femenina del poder de gestionar el deseo ; la segunda presupone una individualidad que debe ser preservada aun dentro de un acto sexual (¡ !) ; la tercera manifiesta una estrategia para dar significados específicos al encuentro ; la cuarta subordina el acto a conveniencias de otra índole, fuera totalmente de la experiencia erótica.

Estamos a finales de los años sesenta, en plena liberación femenina y sexual. El sexo tiene una inmensa carga semiótica en esta lucha de libertades y reivindicaciones. Pero esta dimensión económica no es diferente en otras épocas, aunque la significación pueda tener sentidos completamente diferentes y buscar objetivos opuestos. El caso es que la norma, aún para la experiencia sexual, cuya intensidad se cree que podría hacemos olvidar los propósitos que se le anteponen, es económica ; está perfectamente integrada al sistema : el interés y la utilidad se evidencian en cualquiera de las cuatro citas.

Mi hipótesis es que, en un mundo construido por y funcional a partir de una racionalidad utilitaria, cualquier posibilidad de actividad gratuita, desinteresada, lúdica (es decir no-económica), de los individuos, se vuelve anormal, y en este sentido, choca con el sistema. Tal como nos lo ha hecho ver Michel Foucault en Surveiller et punir (1975 : 35-38), hay mecanismos de poder que vigilan y regulan en todo memento la forma en que los individuos invierten el cuerpo y el pensamiento para mantenerlo dentro de los límites de la norma. El hombre, convertido en objeto jurídico y legal, es permanentemente susceptible de ser corregido, disciplinado, normalizado por este poder que, en otro libro, Les anormaux, llamó una técnica de normalización (Foucault, 1999 : 7-32). Se trata de una técnica a tal punto interiorizada por el hombre, que según el filósofo francés, el alma misma es su depositaria.

En el contexto de una norma económica de comportamiento, este mecanismo de normalización, ejerce una violencia, a veces brutal, a veces sutil, pero siempre constante, contra la gratuidad, el derroche, el juego ; es decir, contra cualquier intente de privilegiar la experiencia. El anormal seria, por ejemplo, el que antepone a determinadas experiencias (como la sexual), un principio de inmanencia con respecte a éstas y cuyos valores no son trascendentes sino, en todo caso, puramente operatorios, en el sentido de que sólo existen en función de la calidad de su ejercicio.

Para aclarar esto, me propongo ahora hacer un comentario sobre la novela Inmaculada o los placeres de la inocencia del mismo escritor mexicano.

La novela cuenta la historia de Inmaculada, una niña nacida en el seno de una familia tradicional y acomodada de San Luis Potosí (México). El nombre, claro está, no es una simple ocurrencia. Es « inmaculada » porque está libre de toda culpa, en cuanto a que la esencia de sus actos en la primera mitad de la novela, por « perversos » que puedan parecer (desde la norma), no ha sido tocada por los valores del mundo adulto. Ni a sus siete o diez años, ni a sus catorce o quince, Inmaculada ve signo negativo alguno (ni positive tampoco), a priori o a posteriori, en su conducta sexual. Ésta se ubica antes de toda estructura de valores.

Todo empezó por ser un juego de niños, nada más. Al principio Inmaculada es una niña que juega con una amiguita de la escuela en la casa de muñecas que tiene en su jardín. Allí, las niñas desvisten a las muñecas, las reconocen desnudas para luego volver a vestirlas. Y de pronto, algo ocurre. Algo no planeado. Pero es parte del mismo juego, o quizá su continuación, una de las infinitas ramificaciones que aparecen en el absoluto de la experiencia : las niñas, en lugar de desvestir a las muñecas, se desvisten a sí mismas, como muñecas. Una acción sencilla ; un poco mimética. Y se reconocen. Todo dentro de la casa de muñecas, en un espacio y un tiempo claramente delimitados, pero también dentro de un espacio espiritual : el espacio del juego. Son juegos de niñas que a ambas les agradan porque les parecen bellos, porque las acercan, así, sin saber ni pretender saber nada, sin preguntarse nada. La acción de desvestirse, acariciarse, procurarse placeras intenses, no pesa particularmente sobre la conciencia de ninguna de ellas. ¿Por qué ? Porque son juegos inocentes, enlazados a los juegos con las muñecas. Es lo mismo. Por eso Inmaculada « no tenía miedo ni vergüenza » (Juan García Ponce, 1998 : 23) – la aclaración es signo de una inquietud decididamente adulta.

Sin embargo, algo si cambio : las niñas descubrieron su cuerpo, lo conocieron, lo reconocieron. Pero este no es un conocimiento perturbador en ellas, bañado por la conciencia del mal o del pecado. Tanto no es así que dicho conocimiento no elimina la inocencia. Su calidad de juego aligeró las acciones de posibles significados trascendentes, y así, al margen de éstos, no causa ningún mal en ninguna de ellas. « Las dos participaban de un nuevo conocimiento [accidental] y sin tener que decírselo sabían que todo sería mucho más interesante y repetirían lo que habían hecho. Eran dos niñas que jugaban en la casa de muñecas que su padre construyera para ella » (1998 : 23).

Inmaculada descubre su sexualidad, su gusto por la sexualidad y se entrega a prácticas sexuales antes de conocer la moral de la sexualidad, los significados que le atribuye el mundo adulto. Así, la niña va a asociar esta sexualidad, a partir de ese momento, a la ligereza y gratuidad del juego, y de esta manera la practicara durante los años siguientes. Esto, de todas formas, no le impedirá madurar y entender el « verdadero » significado del sexo en una sociedad católica y tradicional de la provincia mexicana durante los años sesenta. Pero ese significado no tendrá conexión alguna con sus prácticas sexuales. Para ella, eso es otra cosa. Por ejemplo, durante la escuela secundaria, volverá a llevar a cabo actividades de este tipo con una de sus compañeras, pero volviendo siempre a un estado de conciencia lúdico, al cual, para ella, están íntimamente ligadas esas actividades. Ahora si sabía que era malo. Su cultura se encargó de decírselo a cada momento a lo largo de su crecimiento. Pero ella, a diferencia de sus compañeras, pudo reasociarlo psicológicamente a un juego de niñas, pues así lo conoció y aprendió.

Sin embargo, un acontecimiento brutal en su vida le pone un punto final a esta posibilidad de experiencia y la hace en adelante concebir el sexo como actividad económica y no como experiencia gratuita. Dicho de otro modo, el sexo como un instrumenta de poder. Veamos cómo ocurre esta transformación.

Inmaculada, al terminar la escuela secundaria, debe casarse con un amigo de su hermano. Sin embargo, la niña se rebela y se escapa de su casa la víspera de la boda. Peleada con los padres, se establece entonces en la ciudad de México, en el departamento de su hermano Alfredo, quien la recibe con gusto. Inmaculada estará encargada de hacer la comida y de pasar los apuntes del hermano a máquina mientras él va a la universidad. Con estas únicas tareas domésticas, la muchacha tiene mucho tiempo libre. Entonces, todos los días vaga un poco por la zona de edificios y a veces juega a la Rayuela con los niños vecinos. Un día, mientras jugaba, un hombre se detiene en su auto y comienza a observarla ; más tarde a seguirla. Al día siguiente, al salir la muchacha a la calle, el hombre ya está ahí esperándola. La sigue de nuevo, siempre desde su auto, hasta que llegan a un lugar aislado. Entonces comienza a hablarle. Inmaculada acepta la invitación y sube al auto. Ella sabe muy bien de lo que se trata ; no hay ingenuidad alguna. Es la primera vez que esta con un hombre. Pero para ella, eso significa algo totalmente diferente de lo que significa para él. En efecto, hay una fuerza, un deseo, una necesidad bien conocidos por ella. Pero ese deseo se asocia directamente a los sentimientos que años atrás experimentaba al ir a la casa de muñecas con su amiga. En cambio el hombre, Álvaro, se sorprende de inmediato ante esa entrega inocente pero sin ingenuidad. Inmaculada sabe lo que el hombre quiere y éste sabe también que ella sabe. Pero a él le resulta inusitado el no necesitar una técnica de persuasión, ni engaños, ni regalitos, ni formulas para convencerla de que eso no es malo (sabiendo que si, pues para él, hombre adulto, casado, lo es). Esta actitud y esta postura de Inmaculada desculpabiliza de inmediato a Álvaro. En primer lugar, porque la relación de poder en que previsiblemente se llevaría a cabo una relación sexual entre un adulto y una niña, se desvanece ante esta aceptación inocente, si bien no ingenua. En segundo lugar, porque el acto no tiene más peso en ella del que tenía el jugar con su amiga a las muñecas durante su infancia. En tanto juego, deja de ser malo, o bueno, pues en un juego estas categorías no existen, o son puramente operatorias (y por tanto no trascendentes). Tal sería el caso de los niños que juegan a policías y ladrones. Dicho de otra forma, en el espacio del juego, el acto se desmoraliza. Y a lo sumo, no pasa de ser una travesura.

Esto establece una diferencia fundamental con la célebre novela de Nabokov, Lolita, a la cual se suele comúnmente asociar Inmaculada. Nada más opuesto, sin embargo. Cuando Lolita, a sus 12 años, conoce a Humbert Humbert, ya es perfectamente conciente de que su sexualidad es un instrumente de poder y está dispuesta a utilizarlo como tal. Y Humbert, por su parte, está dispuesto a atraer a la niña hacia el mundo adulto, « sucio », « pervertido » para que la « posesión » de su « trofeo » se lleve a cabo con estricto apego a su universo de fantasías adultas. Cuando la ve por primera vez, tendida sobre el césped, tiene una revelación traumática : es la misma niña que aquélla que amara a los trece años, y que más tarde supiera muerta. Pero inmediatamente sabemos que él, en cambio, no pretende ser aquel muchacho que era en aquellos años, sino, por el contrario, pretende afirmarse como el adulto « degradado », « peligroso », « pervertido » (Nabokov, 1995 : 24, 25. Las traducciones son mías) que él asume ser : en ese memento, nos dice, « yo era un turco radiante y robusto, en plena posesión de su libertad, retrazando voluntariamente el memento de poseer a la más joven y la más vulnerable de sus esclavas » (Nabokov, 1995 : 60). Ya este contexto metafórico dice mucho de la situación. Pero Lolita, « a modern child » (Nabokov, 1995 : 49) sabe muy bien de qué se trata el asunto, como Inmaculada, de hecho, sólo que Lolita además sabe todo lo que puede negociar con eso, « as Hollywood teaches » (Nabokov, 1995 : 48) : desde los celos de su madre, enamorada de Humbert, hasta los caprichos propios de su edad. Lolita ha sido asimilada por la moralidad del mundo adulto desde antes de conocer a Humbert. Así, el sexo para ella está cargado de significados y de utilidades, y así está dispuesta a practicarlo, siempre que pueda sacar una ganancia. El narrador nos dice que, al contrario de lo que podría suponerse, fue ella, la niña, quien lo sedujo. E incluso invoca la idea del juego y de « un mundo de sueño en el que todo estaba permitido » (Nabokov, 1995 : 132), un mundo tocado por la juventud y la inocencia. Sin embargo, Lolita se entrega a esa actividad conciente del poder que le dará. Después del primer encuentro sexual, ambos continúan el viaje juntos y ella se entera de que su madre ha muerto. Entonces se da cuenta de dos cosas. Primera, que Humbert se esta valiendo de esta situación para obtener lo que quiere de ella ; pero inmediatamente después, de que Humbert está comprometido legalmente. Lolita siente con toda claridad el poder que ahora tiene sobre él ; siente cuánto él depende ahora de su silencio, y cuanto puede ella, si quiere, jugar el papel de una niña violada por un hombre depravado. Al mismo tiempo, Lolita se da cuenta también de que puede someterse dócilmente si ello le conviene más en algún momento.

Inmaculada, por el contrario, al acceder a las solicitudes de un hombre adulto, está recuperando una experiencia infantil que tiene un valor en sí misma, y así la practica con el hombre. El evento, nuevamente, le revela a la muchacha una dimensión de sí misma hasta entonces desconocida, que ella asume con gusto, con entusiasmo, con curiosidad, con alegría. De haberse quedado así, no hubiera habido en esto un peso que le causara un desorden psíquico. La inocencia la escudaba. Después de la primera relación con Álvaro, Inmaculada asimila la experiencia sin ninguna de las previsibles connotaciones culturales (depravación, abuso, crimen, pecado, etc.), como un segundo despertar dichoso, como un reconocimiento de que su vida es aún mejor de lo que ella suponía :

El hecho de que la tocaran, de que la tomaran por algo que no era en verdad y ante lo que reaccionaba y actuaba como si lo fuese verdaderamente, la hacía sentirse diferente no con sorpresa sino como si, al fin, hubiese entrado en una parte de sí misma que siempre había estado esperándola (García Ponce, 1995 : 116).

Algo que no era en verdad, pero que ella hacia como si. Inmaculada sabe el significado cultural de lo que está haciendo (por eso lo esconde ante los demás), pero a la vez es capaz de entrar en el modo lúdico de sí misma y así hacerlo. Y lo que es mejor, así asimilar la experiencia – sin otra connotación :

pero lo importante no fue el hecho de que no pudiese decirles la verdad a sus amigas, sino que quería guardarla para sí misma, quizás porque no hubiese sido capaz de explicar cuál era la verdad ni tenía palabras para decir lo que sentía al recordar cómo se había dejado tocar, cómo había gozado dejándose y excitando a Álvaro y cuanto ella era nada más su propia curiosidad ante el momento en que lo volviese a ver (García Ponce, 1995 : 116).

Ante la posibilidad de confrontar el hecho con otras personas que no serian nunca capaces de pensarlo como ella, es decir, de valorar la experiencia desprovista de valores y significados, Inmaculada prefiere callar y guardarlo para sí misma para preservarlo así en su inocencia y gratuidad.

Por su parte, Álvaro descubre una nueva dimensión del sexo, del todo desconocida, por llevarse a cabo fuera de toda correlación de fuerzas (la conquista, las argucias para hacer ceder a la mujer, etc.), por estar desprovisto de todos los significados culturalmente atribuidos al acto, en efecto, condenable de abusar de una niña. Por el contrario, la conducta de Álvaro, al ser aceptada, apreciada y justificada por la niña misma, que debería ser su víctima pero de pronto resulta ser su iniciadora, neutraliza todas las connotaciones negativas. El poder, la alevosía, la astucia seductora, se vuelven inútiles. Por tanto, también se vuelve imposible el envanecimiento machista de haber logrado una hazaña más, de tener un nuevo trofeo para la colección. Y entonces tenemos a Álvaro conociendo una nueva sexualidad, insospechada, sin referente alguno en sus experiencias previas. Entonces, ligero, desculpabilizado, el hombre también se entrega, como la niña, no al otro, sino a la experiencia, a su ejercicio.

Esta gratuidad conquistada aporta sus frutos a los individuos. Ahora ella es capaz de sobrevolar el tedio de su vida doméstica, el valor que le daba su hermano y la imagen empobrecida que le devolvía de ella misma :

Sabiéndose otra que aquélla que su hermano creía que era, vio a Alfredo durante los días siguientes. De ese modo, estar en el departamento, servirlo, pasar a máquina los apuntes descifrando su letra y sus abreviaturas resultaba distinto. Ella conocía a Alfredo y en cambio Alfredo jamás hubiese supuesto lo que ella aceptaba y descubría. Hacia todo igual que siempre y nada era igual. No necesitaba espiar ni imaginar nada. Actuaba como la dueña de todos los secretos. Se vestía con todo cuidado no para Álvaro, sino para ir al encuentro de Álvaro y gustarse comprobando cuanto le gustaba (García Ponce, 1995 : 121).

Hasta que un día, su hermano Alfredo descubre a la niña besando a Álvaro en su auto, la baja a rastras y le parte la cara a golpes. La lleva al departamento y la vuelve a golpear. Le pide inútilmente explicaciones. Después la encierra en su habitación y la deja ahí durante varios días, hasta que Inmaculada, nuevamente, se escapa. A partir de este memento, todas las experiencias sexuales de la muchacha se moralizan. Adquieren, vía fraterna, el valor (negativo, por supuesto) y el significado degradante y envilecedor que les atribuyó la cultura en la que vive. Antes de esto, Inmaculada « no actuaba más que como si siguiera siendo la niña que, en verdad, él [Alfredo] no conoció » (García Ponce, 1995 : 106). A partir de ahora, en cambio, predominaría el peso maduro en sus acciones, el conocimiento, la gravedad. Y entonces la economía del sexo dominará ahora su vida. El sexo como rebeldía. El sexo como instrumente de poder. El sexo como posibilidad de trasgresión. El sexo como posibilidad de subsistencia. Y sobre todo : el sexo como venganza : a partir de este memento, Inmaculada se estará vengando de su hermano cada vez que lo practique.

Ahora será la economía del mundo adulto la que organizará la vida sexual de la muchacha, que entonces si estará marcada por la precocidad. Antes de esta experiencia traumática, Inmaculada no se entretenía como niña en actividades de adultos : eran juegos de niños y por lo tanto no había precocidad alguna. Ahora, el placer de la experiencia inocente se convirtió en el placer por la trasgresión. Como vemos, su significado ahora está puesto fuera de la experiencia misma. Pero a la vez, Inmaculada deberá ejercer el rol que la misma cultura le tiene reservado a una muchacha así : una provocadora, una trasgresora, un peligro social, un ser apto para la readaptación, una enferma, una anormal, una puta. Pero por otro lado, esa capacidad de trasgresión le dará un poder particular, del cual se valdrá, cierto, para gozar, pero también para vivir, para cautivar, para seducir, para imponerse. Las estructuras productivas y utilitarias en las que se organizan las actividades del hombre, absorbieron una actividad inocente y gratuita, transformando la racionalidad lúdica infantil en racionalidad económica : « yo te doy placer, tú me das placer a cambio » ; o « yo te doy placer, tú me protejes » ; o « yo te doy placer, tú me pagas ». Estructura individualista, además, en la que los hombres calcularan solamente el costo y el beneficie propios : ellos invierten en seducir a la muchacha (halagos, gentileza, regalitos), y recuperan en placer, en superioridad, en poder, en autoestima. El sexo transformado : ya en mercancía, ya en moneda de uso corriente.

Tenemos aquí un caso clarísimo de inversión del esquema lúdico que proponía Roger Caillois, tan orgulloso de su cultura (occidental, por supuesto), en su libro El juego y los hombres. Para él, el juego dignifica y hace « evolucionar » al hombre porque convierte las fuerzas salvajes de la naturaleza en habitable cultura, y así preserva a ésta, nuestra maravillosa creación, de la amenaza horrible de aquéllas. El juego, por ejemplo, establece leyes, crea estructuras, delimita espacios, et tout va pour le mieux en el mejor de los mundos posibles. El instinto salvaje de competencia, por ejemplo, lo transforma en encantadora lucha de mercados, en competiciones de atletismo ; las necesidades primarias de riesgo y azar las transforma en sublime especulación financiera, en edificantes juegos de casino ; las pulsiones salvajes de sexualidad (¡horror !) las transforma en maravillosa vida conyugal, en erotismo, en juegos de seducción, etc.

Sin embargo, a Caillois parece escaparle el que estos juegos, tan culturales, están, por lo mismo, determinados por esa racionalidad económica que a fin de cuentas los pervierte más. Esta novela revela una realidad harto diferente de aquella con la que sueña Caillois, en cuanto a que muestra esas fuerzas « civilizadoras· de las que habla, pervirtiendo un juego inocente, e insertándolo en toda una dinámica de poder y de envilecimiento del ser humano y del individuo, bien establecida por esa cultura que él venera. Al moralizarse el juego de Inmaculada, es decir, al ser interpretado a partir de valores de su cultura, los dos seres involucrados son obligados a descender a los sótanos de dicha cultura para representar ahora un papel miserable y denigrante : él, un pervertidor de menores ; ella, una puta que ha manchado el honor de la familia. Antes, sin embargo, no se llevaba a cabo ni como trasgresión de la cultura ni como ignorancia infantil : los dos personajes conocían el peso cultural de sus acciones, y hasta eran capaces de gestionarlo. Por eso Inmaculada lo calla y lo esconde. Pero a la vez, al asociarlo a sus experiencias de infancia en el que éste aparecía en su forma más ligera y a la vez capaz de absorberla completamente, lo practica desde un ámbito en que ni es trasgresión ni representa un conflicto de valores. Para la norma, sin embargo, se trata de todo un atentado. La manera de « invertir » el cuerpo y el pensamiento está regulada precisamente y cuenta con mecanismos de vigilancia permanentes, tal como lo ha mostrado Foucault. Podría creerse que el problema es moral, pero en realidad es económico. Palabras como « puta », o sus eufemismos, utilizados por otros personajes de García Ponce, no designan en este caso a una mujer que cobra por sus oficios, sino a una, como el caso de Inmaculada, que los llevaba a cabo sin otro propósito que el de llevarlos a cabo. No hay amor, no hay utilidad social, no hay ganancia económica, no hay nada más que el gusto por la experiencia sexual ; entonces el acto es condenable. La violencia, como vemos, no se ejerce contra una falta a la moral sino contra una ausencia de economía, algo inadmisible en nuestras sociedades. Más precisamente, la falta de economía es inmoral.

Inmaculada o los placeres de la inocencia no es el único ejemplo de novela que nos muestra una actividad gratuita que, merced a esta gratuidad, contrasta de inmediato con la norma racional y los cánones epistémicos en los que se inscribe, rebelando así la esencia económica de éstos. Hay muchas otras novelas que muestran este contraste entre actividades gratuitas, desinteresadas, lúdicas, y la norma utilitarista de la cultura en la que se inscriben. Algo interesante es que en el ámbito de la sexualidad, la figura del niño es frecuentemente utilizada, o bien la del juego infantil, o alguna de sus metáforas, para poder acceder a un estadio de inmanencia con respecto a la experiencia. Solo en el campo de las letras hispánicas, podríamos mencionar, además de esta novela, El amor es un juego solitario de Esther Tusquets o Elogio de la madrastra de Mario Vargas Llosa3. En todas estas novelas, son los adultos los seducidos por los niños. Seducidos en el sentido etimológico de seducere, llevar consigo, atraer hacia sí. Llevar de la economía adulta a la ludicidad infantil. Esta seducción consiste justamente en blanquear la noción misma de sus connotaciones habituales y en quitarle su funcionalidad, para que pueda llevarse a cabo en el absoluto de la experiencia, sin otros propósitos, sin otras expectativas qué colmar, sin otras aspiraciones, que los que surjan de la experiencia en sí, en el momento mismo de su ejecución. Esto, al menos en las novelas mencionadas, no sólo propone una posibilidad de relación desprovista de correlaciones de fuerzas, de dinámicas de poder, de pruebas qué superar, de expectativas impuestas exteriormente pero bien interiorizadas en cada uno, de necesidades qué satisfacer, de luchas reivindicativas, etc. Además, proponen siempre una dignificación del ser humano. Álvaro, por ejemplo, se presenta y se asume como un execrable abusador de menores, capaz de utilizar alevosía y ventaja en contra de una niña. Sin embargo, sorprendido por ésta, conoce otra posibilidad, del todo inconcebible, en la que no hay abuso, no hay ultraje, sino contribución común a una misma experiencia que entonces los dos descubren por primera vez.

Yo no sé si esto sea posible tuera de la ficción literaria. Sin embargo, la abundancia de novelas y otras producciones artísticas de las mismas imágenes edénicas de la sexualidad (querubines, dioses griegos, geniecillos de las Mil y una noches, etc.) muestran, sin embargo, que se trata de un viejo sueño de la humanidad. La imagen infantil es comúnmente asociada a esta posibilidad de liberación de la trascendencia y de dignificación del ser humano, en cualquier dominio4.

Así, como pura imagen literaria moderna, al menos es útil para revelar la tremenda metafísica económica en la que descansa la idea misma de la sexualidad – ¡ya no digamos su práctica ! –, en las sociedades contemporáneas. Una conclusión más : sin comprometerme a especular sobre su factibilidad real, así, como pura fantasía literaria, la novela analizada contribuye, sin duda, a la idea de que, en al ámbito de una racionalidad utilitarista, el sexo, al menos el sexo, entre los adultos, debería ser un juego de niños – y esto, de paso, evitaría que los economistas fueran a encontrar sus objetos de estudio, sus temas de tesis, debajo de nuestras sábanas.

  1. 1Este artículo fue presentado en el Congreso de la Asociación Canadiense de Hispanistas, llevado a cabo en mayo de 2006 en la York University.
  2. 2Véase, para una somera introducción, Elster, 1986.
  3. 3Allende el orbe hispánico, podríamos mencionar particularmente La pornografía de Witold Gombrowicz, o en las letras francófonas, Le goût des jeunes filles de Dany Laferrière.
  4. 4Por ejemplo, está en el centro mismo de la filosofía Nietzscheana, desde Zarathustra hasta Ecce homo.